Aquel
verano, poco después de morir mi marido, me regalaron un yorkshire terrier
peludo, castaño y de mirada chispeante, y no me quedó más remedio que ponerle
su nombre. Fue un verano después
de que me desmayara en plena calle Fuencarral, a causa de un sofoco, y me
despertase abanicada por una amable pareja de homosexuales. Es curioso como, a
partir de cierta edad, es mucho más fácil protegerse del frío que del calor. A
partir de cierta edad, siempre debería ser invierno, al menos en Madrid; al
menos en la calle Fuencarral.
Recuerdo que el día que nos encontramos hacía el mismo calor insoportable, tanto que el pañuelo de tela ya no me secaba la frente y la tapa de la enigmática caja que habían traído mis hijas, no con poco esfuerzo, se me resbalaba de las manos. Tras varios intentos, por fin pude levantarla y el nuevo Pedro, Pedrito, aterrizó en mi salón con la fuerza de un presagio. En aquel momento no lo acepté bien, pues llega un punto en que una empieza a sospechar de los regalos de sus hijos. Especialmente, cuando no es tu cumpleaños y el evento familiar más cercano es el funeral de tu esposo.
Recuerdo que el día que nos encontramos hacía el mismo calor insoportable, tanto que el pañuelo de tela ya no me secaba la frente y la tapa de la enigmática caja que habían traído mis hijas, no con poco esfuerzo, se me resbalaba de las manos. Tras varios intentos, por fin pude levantarla y el nuevo Pedro, Pedrito, aterrizó en mi salón con la fuerza de un presagio. En aquel momento no lo acepté bien, pues llega un punto en que una empieza a sospechar de los regalos de sus hijos. Especialmente, cuando no es tu cumpleaños y el evento familiar más cercano es el funeral de tu esposo.
Sin
embargo, Pedrito se fue ganando con esmero y dedicación su sitio en la casa. A
él también le gustaba pasear por el bosquecillo. Íbamos todas las mañanas y tiraba
de mí con el ímpetu de unos brazos varoniles. Pronto venció su timidez inicial,
para subirse a la mesa a desayunar conmigo salvado de avena con leche, mientras
escuchábamos juntos la radio. Él también ladraba cuando Jiménez Losantos se
metía con el Rey. Exhibía un fascinante y enternecedor equilibrio entre
servilismo y dependencia. Era tan tenaz como débil. Valiente como el último
aliento. No hubiera sobrevivido ni un día sin compañía, pero estaba concebido
para consumir la mínima energía de su dueño. Llevarle con la correa se
asemejaba a pasear un folio, nunca desobedecía mis indicaciones, y sus heces se
desintegraban en el aire, antes siquiera de caer al suelo. Solo protestaba cuando llegaba el
momento de la ducha. Algún día incluso me pareció ver que esas dos aceitosas
olivas negras derramaban lágrimas en plena tormenta de higiene.
Por
la noche, mientras el telediario zumbaba noticias alarmantes, él se tumbaba panza
arriba, esperando a que le rascase la barriguita con los pies, inmune a todas
esas historias de guerra corrupción y goles. Luego, cuando
yo caía rendida, hipnotizada por las sesiones de horóscopo, paseaba su húmedo
hocico sobre mis manos, para levantar con la sutileza de un mago el velo de mi
sueño, y conducirme hasta la cama. Pedrito prefería dormir a mi lado, y yo no
insistí mucho en que utilizase la camita de madera que le habían regalado mis
hijas.
Según
se estiraba nuestra vida juntos con la lenta progresión de un atardecer, Pedrito
iba desvelando más y más facultades. Un buen día, escuché atónita cómo Pedrito
roncaba. Aquellos ruidos profundos y cavernosos me subían a una máquina del
tiempo cada noche, y yo no podía parar de frotarme los ojos en la oscuridad del
delirio. Aquel ronquido fue toda una revelación para mí. A la mañana siguiente,
le preparé un zumo de naranja, bajé a comprar el periódico y le di los buenos
días, no ya como el simpático Pedrito, sino como Pedro. El pobre acabó
derramando el zumo con su torpeza animal, pero, mientras limpiaba la cocina,
descubrí maravillada cómo sus dos bolitas negras se clavaban, rebosantes de
inteligencia y vida, en los títulos de ciertos artículos, e incluso me pareció
ver que leía los subtítulos. Movía la cabecita con el brío de un catedrático. Más
de un día, al acabar el telediario, estuve tentada de agarrar la botella de
whisky y servirle una copa, pero me contuve, porque seguía creyendo que
aquellos tragos nocturnos condenaban a las almas más puras.
Como
sabía que lo agradecía, comencé a hablarle con asiduidad. Le contaba todas mis
preocupaciones, le anunciaba los recados que teníamos pendientes, le comentaba
la actualidad del barrio. Muchas veces terminaba por preguntarle su opinión.
Lógicamente, no esperaba respuesta alguna, pero observaba cómo él tensionaba
todos los músculos de su menudo cuerpo, como tratando de encontrar la voz
dentro de cualquier costilla. En cualquier caso, tenía claro que nunca me
respondería y eso fue lo que les dije a mis hijas. Como siempre, mi hija mayor
había tomado la palabra: “le hablas como si fuera papá”. Tuve que seleccionar
muy bien mi respuesta, y ser extremadamente cuidadosa en las formas, ya que a
cierta edad los hijos se vuelven muy hipocondriacos acerca de la salud de sus
progenitores, y son capaces de detectar más enfermedades que los médicos de
cabecera más escrutadores. Zanjé el debate con una de esas frases que una
anciana no sabe pronunciar sin pensar en el Alzheimer: “lo sé, hija mía,
todavía no estoy tonta perdida”. Recuerdo que cuando se marcharon, le pregunté
a Pedro si le había gustado mi respuesta y él había sacado la lengua.
En
el fondo, mis hijas estaban orgullosas de su regalo, y por eso no habían
insistido mucho más. Solo me miraban asustadas de vez en cuando. Sabían que yo
estaba muy contenta con Pedro, eran conscientes de que su experimento había
sido un rotundo éxito, y que eso les permitía visitarme cada vez con menos
frecuencia. Como cuando su padre vivía sobre dos patas. A veces tengo la
impresión de que mis hijas temen más el ocaso que la noche.
Pedro
siguió con sus progresos y, para cuando volvió el verano a nuestras vidas, ya sabía
nadar en el agua fría de la bañera y había aprendido a elegir su corte de pelo
favorito. Yo le había cosido varios bañadores a partir de los que había
encontrado en su armario. Mi vecina los había visto en una ocasión y me había
animado a montar un Zara canino. Lo hubiera hecho de buen gusto si Pedro
hubiera sido capaz de firmar los contratos, porque yo detesto el papeleo. Como
no podía ser de otra manera, fue en verano cuando Pedro pronunció sus primeras
palabras. “Has conseguido volver a hablar, ¿por qué has tardado tanto?”, le
inquirí yo. Y el muy sinvergüenza me contestó: “no quise decir nada hasta poder
decir ‘te quiero’”. No tuve duda entonces de que era mi Pedro quien moraba
aquella diminuta bola de pelo. Esa tarde la pasamos tumbados en el sofá viendo
fútbol… Y mientras él celebraba los goles de su Real Madrid, yo no dejaba de
pensar “a ver cómo les explico a mis hijas que su padre ha regresado. Antes las
convencería de que ha nevado en verano.”