Cómo
olvidar esa imagen del iceberg colgada de la pared. Un fotomontaje lo desnuda
ante el mundo, revelando todo su volumen y profundidad. Tres años después su
fuerza permanece intacta. Una visión tan imposible, como sugerente y evocadora.
Símbolo de muchos de los misterios de nuestra realidad. Me había preguntado en
muchas ocasiones: ¿qué tendrá ese témpano de hielo para vestir a tantas
paredes? ¡Acaso simboliza la nueva fiebre (o debería decir gripe A) por el
cambio climático! Pero la respuesta es fácil: representa la esencia de la
desorientación del hombre, enfrascada en cada pregunta sin respuesta. Por eso,
cada vez que lo miro, veo una cosa distinta. Unas veces veo mi retrato: un
islote a la deriva, mudo, incomunicado, incomprendido, pero en calma. Al fin y
al cabo, el silencio es paz, aunque nos empeñemos en combatirlo por temor a la
soledad. Reflejo exacto de mi frialdad, de mi incapacidad para comunicarme,
para derramar una sola lágrima al saber que de nada serviría… Pero sin dejar de
tener ganas de llorar.
Otras veces, según el momento, veo cosas que
pertenecen a polos opuestos. El origen de tal contradicción quizás esté en la
propia imagen. Por un lado, una salvaje, deforme, amenazante e incisiva roca de
hielo repleta de aristas. Por otro, un mar envolvente, suave, sin olas ni
mareas, de un azul intenso y tranquilizador en el que la roca reposa
adormecida. Nadie dibujaría mejor una caricatura hiperrealista de esta vida
irónica y contradictoria, en la que casi todo tiene dos significados opuestos.
A través del iceberg, frescura y decadencia se dan la mano. El hielo es símbolo
de la eterna conservación, el hielo puede derretirse en cualquier momento… Pero
transmite un frío tan frío que quema. Reposando en un mar tan azul, tan
tranquilo… Tan inhóspito y letal. En un mar medio lleno, medio vacío. A punto
de secarse ayer, a punto de desbordarse e inundarlo todo mañana. Quizás la
propia obra sea víctima de la contradicción que proyecta. Es, al mismo tiempo,
un paisaje mil veces visto y olvidado (como el póster de una tía buena) y una
precisa e intimista radiografía de la mente humana. Representa todo lo que nos
callamos, incluso cuando hablamos. Todo lo que permanece oculto, sumergido… Y,
aún así, ¡es tan bonito! Es un canto de sirena congelado, ese sueño del que nos
avergonzamos aunque no lo hayamos elegido. Y, aun con todo, ¡nadie duda de que
seguirá a flote! No hay mejor ilustración de la diferencia entre ir a la deriva
y hundirse. Tal cruda ilustración de la profundidad del iceberg nos alerta de
que las apariencias engañan. En cualquier momento, mientras navegamos en el mar
de una felicidad prefabricada, podemos chocar con la realidad sumergida. Todos
corremos el riesgo de ser tocados y hundidos por la Cara B de aquello que nos atrae...
Aunque muchas veces no seamos conscientes de ello. Es lo que podría bautizarse
como el “síndrome del Titanic”.
Seguramente por varios de estos motivos, su
imponente imagen decora la pared de la consulta de mi psiquiatra. La última vez
que la miré, me dio por pensar que era una muela del juicio. Una de esas que
todos perdemos tarde o temprano. Le preguntaría por qué eligió a un iceberg
como principal elemento decorativo, pero temo que me responda: “él me eligió a
mí” o alguna memez por el estilo. Dice mucho de un psiquiatra el que su
paciente sea capaz de adivinar sus respuestas. Todavía recuerdo la primera
pregunta que me hizo: “¿por qué crees que estás aquí?”. Mi respuesta fue
fulminante: “Porque he intentado suicidarme”. Es un hecho que, en España, la
gente sólo va al psiquiatra cuando tiene un problema realmente grave. Con todo,
admiro su capacidad para empezar cada sesión con un gran entusiasmo, viendo el
gesto de decepción y abatimiento que aflora en su rostro hacia el final de la
sesión precedente. Psiquiatra y ave fénix. La de hoy es mi tercera sesión tras
mi retorno al mundo de los “majaras”, y él todavía no sabe la verdadera razón
por la que estoy aquí. Siendo justos, no es culpa suya: me he vuelto un hombre
tremendamente silencioso, profundamente contenido. Me limito a envenenarme cada
día con su ausencia. Me ahogo con recuerdos que se diluirán en un pasado cada
segundo más lejano, se difuminarán en la niebla del olvido no deseado.
Aunque, de momento, son recuerdos que no me dan tregua…
Me despido con el mismo grito de guerra de
antaño: “no te preocupes, Rafael, haré los ejercicios y me tomaré los
medicamentos”. Observo su gesto de amarga resignación, propio de un hombre
comprometido y ambicioso, pero desacertado y carente de olfato. Al salir, choco
con el marco de la puerta en un despiste. El golpe frena en seco mi avance.
Salir de allí cual perro recién liberado de su correa tiene estas cosas. Me
revuelvo en mi silla de ruedas como consecuencia del impacto. Les habré
parecido un idiota al resto de “pirados” de la sala de espera, pero esta vez no
me importa. Incluso sonrío, preso de una melancolía sumergida, imperceptible
por los demás. Toda esta escena me hace recordar el momento en el que la
conocí. Alzo la vista esperando un milagro…
Fue
en ese mismo lugar. Yo estaba siendo víctima del mismo golpe traicionero. Solo
que aquella vez, hace tres años, me puse rojo de ira. Gruñí y blasfemé durante
un buen rato, hasta que me picó la garganta. De nada sirvieron las palabras
tranquilizadoras de la ayudante, como sacadas de un cursillo online. Hasta el
psiquiatra salió de su cueva, avergonzado. Como si mi comportamiento de aquel
momento confirmara y acentuase el fracaso de su estrategia para “curarme”. Sólo
una ciega se hubiese fijado en mí en aquellas circunstancias…
Fue
ella la que tomó la iniciativa, saltándose su sesión para invitarme a un
helado. Sus ojos eran cubitos de hielo de iceberg. Penetrantes, pero muertos.
Gracias a Dios, el juego de las primeras impresiones no tenía las mismas reglas
para ella. Probablemente, nunca se hubiese tomado un helado conmigo si hubiera
visto lo primero que ve todo el mundo: la gran cicatriz que me partía la cara
en dos. En cambio, ella se fijó en mi voz de tono grave y poderosa, salpicada de pasión e ira. Bien
pensado, la única cosa bonita que me quedaba. Gracias a Dios, ella visualizaba
sonidos y caricias, pintando la realidad de colores mucho más atractivos.
Su
aspecto era un ejemplo de los errores que uno puede cometer al juzgar a la
gente de un vistazo. Era menuda, delgada, pálida. Parecía una muñeca de
porcelana capaz de romperse con el primer grito, al borde del llanto, a punto
de caer enferma. Tal primera impresión no hacía sino multiplicar el impacto de
descubrir su verdadera personalidad. Porque luego hablaba, exponiendo su
singular filosofía de vida, haciendo gala de su madurez e inaudita claridad de
ideas... Luego explotaba en sonoras carcajadas cargadas de ilusión, haciendo
muecas imposibles y desplegando su infinito repertorio de aspavientos. Y así,
la inicial debilidad mutaba en dulzura, y te dabas cuenta de que era la chica
más fuerte y alegre que jamás habías conocido.
“Mis
padres no me creen, pero yo adoro este país. Me encantan los helados y poder
sentir el sol sobre mi piel todos los días”. ¡Resultaba que era sueca! A pesar
de llevar sólo dos años viviendo en España, hablaba un perfecto español. Sus
padres la apuntaron a una escuela de idiomas cuando era sólo una cría. Ellos
también eran suecos. Se conocieron y se enamoraron mientras hacían un curso en
Sevilla. Y mientras se juraban amor eterno, juraron volver al país del jamón
serrano algún día. “Si fuera por mi padre, desayunaríamos gazpacho y gambas
todos los días. A mi madre, el aroma de los naranjos en primavera la hacía
volar. Y a ti, ¿te gusta Andalucía?”. Su ocurrente verborrea me tenía encogido,
así que no pude evitar decir una tontería: “bueno, siempre me ha parecido
curioso cómo han gestionado su herencia árabe, teniendo en cuenta que se pasan
el día comiendo cerdo”.
Cuando
se hubo terminado su helado (y el mío yacía derretido y aburrido) y con la
confianza que dan las conversaciones por encima del límite de velocidad
establecido, se atrevió a preguntar: “¿Puedo tocarte? Quiero saber cómo eres”.
Yo asentí… Pero con eso no bastaba, así que dije: “sí, adelante”. Me puse
tremendamente nervioso. Para mí suponía una verdadera prueba de fuego. Sus
dedos estaban a punto de convertirse en linternas que descubrían mundo con cada
roce. Sus habilidades de exploradora me pillaron totalmente desprevenido. Y lo
peor era que, cuanto más nervioso me ponía yo, más tranquila estaba ella. Más
disfrutaba.
“Tienes
los brazos muy fuertes”. Tras la broma inicial, para romper el hielo, empezó lo
serio. Comenzó el reconocimiento por las cejas y la cuenca de los ojos. - “¡Vaya! Creía que tenías los ojos
azules…”. Se me escapó una sonrisa. ¡La chica era realmente inteligente! “Por
lo menos tienes una bonita sonrisa”, añadió.
Seguidamente,
recorrió las mejillas con suma delicadeza y consideración, como si estuviese
abriendo su regalo más esperado. Y a pesar de todo ello, cada vez que me rozaba
sentía una descarga. Era como si, en realidad, ella estuviera hurgando en mis
entrañas. Era inevitable, pero aun así no pude evitar asustarme y suspirar
apenado cuando sus hábiles dedos le revelaron la existencia de mi horrenda
cicatriz. Ella percibió mi reacción. “Si no te gusta, te imaginaré sin ella y
entre nosotros dejará de existir”. Acto seguido me dio un beso en la mejilla
izquierda, justo por donde pasaba la dichosa marca. Sus labios todavía estaban
fríos. Fue en ese preciso instante cuando descubrí por qué los labios carnosos
estaban tan bien considerados. No era sólo una cuestión de estética. También me
dí cuenta de que ella me estaba empezando a gustar. Me ruboricé. Mis mejillas
comenzaron a arder…
“Sigamos,
todavía no sé cómo eres”. A quien dijo que los ojos son el espejo del alma,
nunca le palparon el rostro de aquella manera. Recorrió mis orejas, se
entretuvo con mis frondosas “patillas”, se recreó en el generoso tamaño de mi
frente y mi nariz, y con la prominencia y angulosidad de mi mandíbula. Terminó
su meticuloso y descarado escrutinio en mi pelo. Liso y castaño. “Muchas
gracias por ser tan generoso y paciente. ¡Me ha encantado! Tu cara es como un mapa
del Mediterráneo. Incluso hueles a aceite de oliva y a laurel”. Recuerdo que me
reí bastante. Ella arrugó su nariz, reconociendo su travesura. “Reúnes todos
los tópicos del español medio. Apuesto a que eres bastante moreno”.
Después
de un buen rato, cuando los dos nos habíamos entretenido lo suficiente como
para asegurarnos una buena bronca, llegó la despedida. ¡Oh! Lo mejor de todo
fue la despedida.
-¿Tú también la has
sentido?
-¿Sentir el qué?
-La energía entre tú y
yo. ¿La has sentido?
-Sí
Al oír
mi respuesta, se le iluminó la cara de tal manera que no tuve más remedio que
enamorarme.
A
partir de entonces, no pasó un solo día sin que nos viéramos… Hasta que se
marchó. Desde que tuve el accidente, nunca antes me había vuelto a sentir vivo.
Tal y como le expliqué a mi sufrido psiquiatra: no era que me quisiera
suicidar, sólo intentaba que mi cuerpo fuera en consonancia con mi alma. ¡Para
qué torturarse cuatro horas al día entre una piscina y un gimnasio, teniendo
una posibilidad entre dos trillones y medio de volver a caminar! Así era antes
de conocerla a ella: el mundo había quedado reducido a un cúmulo de cosas
inaccesibles. De pronto, todo estaba construido para que lo disfrutasen los
demás. Yo era un instrumento para que la gente se diera cuenta de lo afortunada
que era. Simplemente odiaba todo aquello a lo que había quedado relegado.
Seguía queriendo a mi familia, pero me irritaban sus caras castigadas por mi
desgracia. Todo lo que quería, se ensombrecía a mi paso.¡Con lo que me gustaba
a mí ser el típico adolescente rebelde de Chamberí! Corriendo, cargado con
bolsas de plástico, todos los viernes por la tarde. Consumiendo a zancadas el
combustible de la adolescencia. Ligando en los bares, con el pelo despeinado; armado
con un cigarro, unos castellanos, unos vaqueros Levis y una camisa a cuadros metida
por dentro y ajustada a la cintura. ¡Con lo que me gustaba jugar al fútbol! Era
el mejor delantero del equipo.
Así
que fue su repentina irrupción en mi vida la que me sacó del abismo. Lo siento
por Rafael. Bueno, mis padres siguen convencidos de que fue él quien obró el
milagro, y por eso estoy de nuevo aquí… Pero creo que hasta él sospecha que no
fue así. La pregunta es: ¿qué hacía ella en esa consulta? Desde luego, el
motivo no era su ceguera. Sus padres estaban preocupados porque apenas tenía
amigas y en el instituto la consideraban una inadaptada. Una vez más, la
realidad era bien distinta: sencillamente, era una incomprendida. Demasiado
especial para su edad. Demasiado inclasificable para el tiempo y el esfuerzo
que le dedicaban los encargados de evaluarla. Sí, es cierto que en ocasiones
ella sentía cierta frustración ante la imposibilidad de trasladar su universo a
los demás. Yo mismo nunca terminé de realizar el recorrido completo. Llegué a
desear quedarme ciego para lograrlo, pero a buen seguro que eso no hubiera bastado.
Finalmente, el ascensor me libera en la planta
baja. Me pongo mi jersey rojo antes de salir a la calle. Lo llevo todos los
días desde que ella se fue. No sé que haré cuando llegue el verano. Una vez,
habíamos quedado en el Retiro y, cuando aparecí, empezó a decir: “¡creo que
puedo verte! ¡Estás muy borroso pero te veo! Llevas un jersey rojo, ¿verdad?
¡Es un milagro!”. Los dos nos abrazamos y nos pusimos a llorar de alegría.
Nunca más volvió a ver nada.
Ya me borraron la cicatriz de la cara con láser,
pero su marcha me ha provocado una herida tan profunda que ni siquiera creo que
llegue a cicatrizar. Gracias a ella me olvidé de todas las cosas que ya no podría
hacer, pero ahora no logro olvidarme de que no puedo estar a su lado. Uno nunca
deja de estar herido. Crees que al quedarte en una silla de ruedas, nada malo
volverá a sucederte. Lo das por sentado y te equivocas. Pensándolo bien, si no
hubiera estado en un pozo tan hondo cuando la conocí, nunca me hubiese
enamorado tanto. La desesperación te abre las puertas de un universo de
extremos tan adictivo como dañino. Es como recorrer una montaña rusa sin arnés.
Llegó un momento en el que me encantaba depender
de ella para ser feliz. ¡Era una sensación tan intensa! Porque antes no tenía
nada, y después no necesitaba nada más. Yo, por aquel entonces, ansiaba
perderme del mundo, y pasar una noche con ella era un billete de ida y vuelta a
Plutón. ¿Qué más podía pedir? Sé que no experimentaré algo tan intenso y mágico
de nuevo. Sé que poca gente ha tenido la oportunidad de hacerlo. Ella inventaba
melodías tocando todos mis puntos débiles… Yo me derretía, me volvía sumiso,
asentía como un perro obediente. Estaba loco de amor. Nunca imaginé que algo
así pudiera pasarle a un muerto en vida como yo. Por eso cerré los ojos sin
pensarlo y me lancé al mar con los brazos abiertos. Me dejé llevar y fue
increíble, aunque temerario y negligente. No podía imaginar que se trataba del
mismo mar en el que flotan los icebergs… Igual de azul, igual de peligroso.
Ahora pago por mi poca cautela y mi ingenuidad al pensar que aquello duraría
para siempre. Pero por muy caro que me salga, habrá merecido la pena.
El día que me anunció que se marchaba fue el día
más triste de mi segunda vida, y casi tan triste como cuando desperté del coma.
Así es la historia de mi existencia, ésa es mi maldición. Todo lo que tengo y
quiero, lo acabo perdiendo. Y eso es peor que no haberlo tenido nunca. Tal y como
le dije a ella en una ocasión: en el fondo es mejor nacer ciega que perder la
vista por el camino. Si naces así, al menos tienes la oportunidad de adaptar tu
forma de ser a tus limitaciones. Bien pensado, eso es lo que todo el mundo hace
en mayor o menor medida.
Se
pidió un granizado de naranja, quién sabe si en homenaje a su madre. Estaba al
fondo, apoyada en la barra. Atravesé el bar, pasando por encima de cientos de
cabezas de gamba y servilletas de papel usadas. “Siempre llegas tarde… ¡Eres
tan español!”. La agarré del brazo, la senté sobre mis piernas inertes y empecé
a darle besos como represalia. Ella reía y emitía grititos agudos, divertida,
exhibiendo su adictivo cariño rebelde. Todo el bar nos miraba, como ya era
costumbre allá donde fuéramos. Nunca le comenté nada sobre ello. Me pregunto si
se daba cuenta. De pronto, se puso seria. Me pasó la mano por el pelo.
“¿Pasa
algo?”, pregunté ingenuo. “Nunca pensé que lo diría, pero odio a mi padre. Lo
odio profundamente”, sentenció. Ocurría que sus padres se divorciaban porque su
padre había sido infiel. Cada año que pasa, el juramento de amor eterno se
parece más a un chiste sin gracia. Y su madre, a la que todo lo español le
recordaba a su adúltero esposo, había decidido regresar a su Suecia natal.
Cerca de la familia y las raíces. El entorno ideal para lamerse las heridas.
¿Por qué no le bastaría con visitar a Rafael una vez por semana, como mandó
hacer a su hija?
Creía
que me ahogaba. De pronto, el oxígeno abrasaba y la saliva era de hormigón.
Mudo. No se había inventado todavía una reacción a tamaña tragedia.
Al
mes siguiente ella se marchaba, tras un último viaje a Plutón juntos. Juramos
estar en contacto permanente, pero nunca fue lo mismo. En el fondo, ambos
sabíamos que estábamos demasiado condicionados como para llegar a decidir
nuestro destino por nosotros mismos… Por eso, cada conversación era un ejercicio
de frustración. Yo me la imaginaba conociendo a gente interesante allí,
mientras que mi día a día se reducía a escribirla o escuchar su voz, y no podía
soportarlo. Pero me callaba para no enojarla. Me envenenaba en mi silencio
autoimpuesto, impotente.
Al
tercer mes de conversaciones internacionales, ya sólo compartíamos el pasado.
Sólo disfrutábamos recuperando pasajes del ayer. No había presente. Y sin
presente, no había futuro. Tuvo que ser ella la que lo dijo. Siempre fue mucho
más valiente que yo. Yo ni siquiera era capaz de despedirme en el teléfono, así
que nunca hubiera sido capaz de decir el “adiós” definitivo. Aunque enfermara
con cada conversación. Es más, ese día, aunque sabía que tenía razón y me creí
que seguía enamorada de mí cuando lo dijo, estallé en mil reproches y la hice
sentirse tremendamente culpable. No hemos vuelto a hablar desde entonces…
Termino de arrastrarme hasta la puerta, como un
caracol que no puede con su casa y al que ya no le importa que salga el sol. Ya
no puedo abrir el portal por mí mismo y caigo en la cuenta. Creía que podía,
pero no es así. No puedo hacerlo sólo, nunca pude. Doy media vuelta, me dejo
secuestrar de nuevo por el ascensor, atravieso una sala de espera ya vacía e
irrumpo en la consulta sin avisar. Rafael está recogiendo. Me mira sorprendido.
-¿Qué haces aquí, Luis?
-Verás… Yo…- No sé que decir. Es tan grave no tener nada que
contar como no saber por dónde empezar.
-Creo que no he colaborado mucho contigo, creo que debería
haber sido más sincero… ¡Cómo vas a ayudarme si no sabes lo que me ocurre!
Allí está la imagen del iceberg. Me parece una buena idea
retomar aquella pregunta nunca hecha como punto de partida, para romper el
hielo.
-¿Por qué la imagen de un iceberg presidiendo tu consulta?
Rafael me sonríe con paternalismo. Cierra los ojos en señal
de satisfacción. Resulta evidente que ha estado esperando mucho tiempo a que le
haga esa pregunta.
-¿Quieres saber por qué? Porque la felicidad es inversamente
proporcional a la profundidad del iceberg. Creo que sabes muy bien de lo que
hablo, por eso estás aquí de nuevo.
Tengo que reconocer que le tenía infravalorado.
Como ya sé lo que necesito, me marcho. Lo que necesito es llamarla, decirla que
la echo de menos, que todo esto es un gran error y que, si fuera necesario, me
fugaría rodando hasta Suecia. En mi cabeza todo encaja como un puzzle de un
cuadro de Velázquez. Pero los tonos se suceden y son como puñales en mi
confianza. Finalmente, oigo de nuevo su voz… Enfermo. Me quedo mudo. No puedo,
no soy capaz. Ya no parece siquiera una buena idea. Seguramente, ella ya habrá
encontrado a un sueco de ojos azules. Esos ojos que no encontró en mi cara. Yo
soy fácilmente sustituible.
- ¿Luis? ¿Estás bien? - repite asustada.
Debe ser verdad que estoy loco. Me sobran deseos y me falta
valentía.
-¿Sabes? Soy un iceberg muy profundo.
Cuelgo. Me echo a llorar después de mucho tiempo. Lágrimas
azules.
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