25 de marzo de 2013

V E R A N O



Aquel verano, poco después de morir mi marido, me regalaron un yorkshire terrier peludo, castaño y de mirada chispeante, y no me quedó más remedio que ponerle su nombre.  Fue un verano después de que me desmayara en plena calle Fuencarral, a causa de un sofoco, y me despertase abanicada por una amable pareja de homosexuales. Es curioso como, a partir de cierta edad, es mucho más fácil protegerse del frío que del calor. A partir de cierta edad, siempre debería ser invierno, al menos en Madrid; al menos en la calle Fuencarral.

Recuerdo que el día que nos encontramos hacía el mismo calor insoportable, tanto que el pañuelo de tela ya no me secaba la frente y la tapa de la enigmática caja que habían traído mis hijas, no con poco esfuerzo, se me resbalaba de las manos. Tras varios intentos, por fin pude levantarla y el nuevo Pedro, Pedrito, aterrizó en mi salón con la fuerza de un presagio. En aquel momento no lo acepté bien, pues llega un punto en que una empieza a sospechar de los regalos de sus hijos. Especialmente, cuando no es tu cumpleaños y el evento familiar más cercano es el funeral de tu esposo.



Sin embargo, Pedrito se fue ganando con esmero y dedicación su sitio en la casa. A él también le gustaba pasear por el bosquecillo. Íbamos todas las mañanas y tiraba de mí con el ímpetu de unos brazos varoniles. Pronto venció su timidez inicial, para subirse a la mesa a desayunar conmigo salvado de avena con leche, mientras escuchábamos juntos la radio. Él también ladraba cuando Jiménez Losantos se metía con el Rey. Exhibía un fascinante y enternecedor equilibrio entre servilismo y dependencia. Era tan tenaz como débil. Valiente como el último aliento. No hubiera sobrevivido ni un día sin compañía, pero estaba concebido para consumir la mínima energía de su dueño. Llevarle con la correa se asemejaba a pasear un folio, nunca desobedecía mis indicaciones, y sus heces se desintegraban en el aire, antes siquiera de caer al suelo.  Solo protestaba cuando llegaba el momento de la ducha. Algún día incluso me pareció ver que esas dos aceitosas olivas negras derramaban lágrimas en plena tormenta de higiene. 

Por la noche, mientras el telediario zumbaba noticias alarmantes, él se tumbaba panza arriba, esperando a que le rascase la barriguita con los pies, inmune a todas esas historias de guerra corrupción y goles. Luego, cuando yo caía rendida, hipnotizada por las sesiones de horóscopo, paseaba su húmedo hocico sobre mis manos, para levantar con la sutileza de un mago el velo de mi sueño, y conducirme hasta la cama. Pedrito prefería dormir a mi lado, y yo no insistí mucho en que utilizase la camita de madera que le habían regalado mis hijas.

Según se estiraba nuestra vida juntos con la lenta progresión de un atardecer, Pedrito iba desvelando más y más facultades. Un buen día, escuché atónita cómo Pedrito roncaba. Aquellos ruidos profundos y cavernosos me subían a una máquina del tiempo cada noche, y yo no podía parar de frotarme los ojos en la oscuridad del delirio. Aquel ronquido fue toda una revelación para mí. A la mañana siguiente, le preparé un zumo de naranja, bajé a comprar el periódico y le di los buenos días, no ya como el simpático Pedrito, sino como Pedro. El pobre acabó derramando el zumo con su torpeza animal, pero, mientras limpiaba la cocina, descubrí maravillada cómo sus dos bolitas negras se clavaban, rebosantes de inteligencia y vida, en los títulos de ciertos artículos, e incluso me pareció ver que leía los subtítulos. Movía la cabecita con el brío de un catedrático. Más de un día, al acabar el telediario, estuve tentada de agarrar la botella de whisky y servirle una copa, pero me contuve, porque seguía creyendo que aquellos tragos nocturnos condenaban a las almas más puras.

Como sabía que lo agradecía, comencé a hablarle con asiduidad. Le contaba todas mis preocupaciones, le anunciaba los recados que teníamos pendientes, le comentaba la actualidad del barrio. Muchas veces terminaba por preguntarle su opinión. Lógicamente, no esperaba respuesta alguna, pero observaba cómo él tensionaba todos los músculos de su menudo cuerpo, como tratando de encontrar la voz dentro de cualquier costilla. En cualquier caso, tenía claro que nunca me respondería y eso fue lo que les dije a mis hijas. Como siempre, mi hija mayor había tomado la palabra: “le hablas como si fuera papá”. Tuve que seleccionar muy bien mi respuesta, y ser extremadamente cuidadosa en las formas, ya que a cierta edad los hijos se vuelven muy hipocondriacos acerca de la salud de sus progenitores, y son capaces de detectar más enfermedades que los médicos de cabecera más escrutadores. Zanjé el debate con una de esas frases que una anciana no sabe pronunciar sin pensar en el Alzheimer: “lo sé, hija mía, todavía no estoy tonta perdida”. Recuerdo que cuando se marcharon, le pregunté a Pedro si le había gustado mi respuesta y él había sacado la lengua.

En el fondo, mis hijas estaban orgullosas de su regalo, y por eso no habían insistido mucho más. Solo me miraban asustadas de vez en cuando. Sabían que yo estaba muy contenta con Pedro, eran conscientes de que su experimento había sido un rotundo éxito, y que eso les permitía visitarme cada vez con menos frecuencia. Como cuando su padre vivía sobre dos patas. A veces tengo la impresión de que mis hijas temen más el ocaso que la noche.

Pedro siguió con sus progresos y, para cuando volvió el verano a nuestras vidas, ya sabía nadar en el agua fría de la bañera y había aprendido a elegir su corte de pelo favorito. Yo le había cosido varios bañadores a partir de los que había encontrado en su armario. Mi vecina los había visto en una ocasión y me había animado a montar un Zara canino. Lo hubiera hecho de buen gusto si Pedro hubiera sido capaz de firmar los contratos, porque yo detesto el papeleo. Como no podía ser de otra manera, fue en verano cuando Pedro pronunció sus primeras palabras. “Has conseguido volver a hablar, ¿por qué has tardado tanto?”, le inquirí yo. Y el muy sinvergüenza me contestó: “no quise decir nada hasta poder decir ‘te quiero’”. No tuve duda entonces de que era mi Pedro quien moraba aquella diminuta bola de pelo. Esa tarde la pasamos tumbados en el sofá viendo fútbol… Y mientras él celebraba los goles de su Real Madrid, yo no dejaba de pensar “a ver cómo les explico a mis hijas que su padre ha regresado. Antes las convencería de que ha nevado en verano.”