“Cuando Pedro no puede venir, el
restaurante cierra.” Con esta contundente frase, Tamayo, la delicada y servicial
mujer de Pedro Espina, resume, casi sin querer, la filosofía de este
establecimiento. En realidad, la propia Tamayo, la artesanía del cheff español,
las reducidas dimensiones y austeridad de la decoración del local (que ni
siquiera cuenta con un rótulo en la entrada, pasando totalmente desapercibido
incluso para quienes lo andan buscando…) y la configuración del menú
degustación que se sirve en las cenas forman parte de un armónico todo:
conforman un fragmento de Japón perdido en el centro de Madrid. Así, cenar en
Soy es establecer una conexión con Japón mucho más allá de la meramente
culinaria. Es, además, un Japón tímidamente de autor. Como si Pedro nos
prestara sus sentidos para que sintamos la lírica nipona como él la siente.
Porque si por algo destaca Soy es por el aroma artesanal y personal, por un
lado, y evocador, por otro, que desprende. Todo está hecho con dedicación y
mimo. Y esos conceptos en el año 2012 solo pueden ser sinónimos de la mayor de
las sofisticaciones.
Soy nos plantea ese juego de “a ver si eres capaz de ver el bosque
detrás del árbol” desde el mismo momento en que atravesamos la puerta de
entrada sorprendidos por el aspecto externo del local. Pronto, la calidez de la
madera y los tonos marrones y ocres, y la sonrisa perenne de Tamayo y su
ayudante, nos acogen, despejando las dudas iniciales. Pero el local parece
excesivamente vacío (sobre todo porque la barra de sushi está vacía, lo cual
contribuye decisivamente a crear esa sensación), sin ningún elemento decorativo
que llame la atención… Pero lo quieren así: estás ahí porque les has venido a
buscar, y les venías buscando porque querías una experiencia culinaria de la(s)
mano(s) de Pedro. Y lo demás no importa y, por eso mismo, no está. Por eso, la
ausencia de decoración se revela como un gran acierto, pues intensifica la
experiencia del comensal y armoniza la propuesta antes descrita. Da igual que
las cinco o seis mesas del local estén ocupadas, se respira una tranquilidad
inaudita.
Una vez en la mesa, primera sorpresa: los palillos son de mala calidad,
un detalle feo que solventan reemplazándolos, previo requerimiento, por unos
nacarados. El aperitivo consiste en una albóndiga de atún y pescado blanco
excesivamente compacta y poco sabrosa. Afrotunadamente, todo lo anteior se
queda en un accidente puntual y empieza el festín… Excelentes los mejillones
con salsa de cítricos y ensalada de algas; el fresquísimo carpaccio de dorada
con una suave salsa shichimi; la sopa al vapor; o el correcto tartar de atún
con huevas de sardina y yema de huevo de codorniz. En el apartado del sushi,
técnicamente excelente, destaca el de erizo de mar, de anchoa y de pez limón.
Resultan muy sorprendentes los rolls de
anguila y langostino con aguacate, recubiertos de una fina y dulce capa de
leche y nata de soja; y resultan simplemente correctos, quizás algo sosos, la
tempura berenjena rellena de langostino con nabo rallado y guindilla japonesa,
acompañada de un combinado de caldo de bonito y salsa de soja. En cuanto al
postre, un sencillo y, una vez más, fino pastel de arroz relleno de helado de
vainilla. En suma, los platos brillan por su delicada combinación de sabores,
texturas y temperaturas, predominando la pureza, la suavidad y la frescura de
la materia prima. Como notas negativas, resulta demasiado reiterativo el uso de
algunos ingredientes, como el aguacate, el langostino cocido, el alga wakame o
el huevo de codorniz; y se echa en falta algún teriyaki, para completar la
oferta del menú.
Aún así, se aprecia que el menú degustación lo están constantemente
revisando y ajustando, porque cada vez tiene más matices. Una suerte de
vanguardia radicada en el Japón tradicional, con su esencia rural y milenaria.
Por si fuera poco, se augura una mayor progresión conceptual en los meses
venideros, con un mayor protagonismo de las líneas de cocina de autor refencial
que Pedro Espina quiere implantar. Van por el buen camino para convertirse en
un restaurante de culto en la capital española, infestada desde hace varios
años de cientos de restaurantes japoneses de alta gama (y eso sin contar la
nueva ola de restaurantes de cocina Nikkei), pero perdidos en una sofisticación
de alto presupuesto plana y fría, sin alma, y, sobre todo, sin la lírica que se
desprende de los bocados propuestos por el equipo de Soy. Pedro Espina y
“famila”: enhorabuena, habéis construido un puro y personal homenaje a Japón. A
pesar y por encima del local que regentáis. Palabras mayores.
La verdad es que dan ganas de ir a comer allí en cuanto se pueda. Yo tendré que esperar a julio por lo menos, por lo del pescado crudo, que no conviene en mis circunstancias actuales.
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