Observó al humo elevarse
lentamente hacia el techo, como una sigilosa boa… Esperó a que se desdibujara
en el aire, alimentando la nube tóxica que otorgaba a aquel lugar esa atmósfera
brumosa, para él, tan mágica.
Se conocieron un día por
casualidad. Decidieron a golpe de miradas que se verían de nuevo. Luego él
conoció su diminuto apartamento por primera vez… Y ahora, llamaba a su puerta
cada domingo a las tres. Y ella abría la puerta siempre con el mismo pijama, y rara
vez sonreía así en otras ocasiones.
Él siempre se sentaba en el viejo
sofá verde, que parecía rescatado de cualquier contenedor y que tanto le
recordaba a su película favorita. Entonces ella aparecía por detrás y le
susurraba, entre caprichosa y traviesa: “¿fumamos?”
Ella no tenía familia. Por lo menos,
no una a la que quisiera. Quizás por eso siempre decía que estaba sola. Y debía
de ser cierto, porque lo decía sin expresar ningún tipo de sentimiento. Ni pena,
ni miedo, ni rabia, ni sufrimiento. Sonaba al loro del vecino dando los “buenos
días”. Él admiraba su capacidad para someterse al veredicto del destino. Un
ejercicio de sumisión que a él le estaba vetado… Porque a él su familia le
había querido demasiado, y ahora no podía soportar su destino, en ninguna de
sus hipotéticas variantes. Porque la realidad, fuese cual fuese, era mucho peor
que la burbuja en la había crecido. Un mundo lleno de amor y atenciones, en
donde todo era accesible y fácil, y el sacrificio era una montaña lejana, que
no hacía sino enriquecer el paisaje.
Por eso él no soportaba el paso
del tiempo, el cambio brusco en el paisaje, las constantes nuevas exigencias…
Le hería la ágil alternancia entre el día y la noche. El tiempo le estaba
arrebatando a su familia, le estaba convirtiendo en un ser débil y vulgar.
Porque él no sabía escalar.
Esa desorientación vital que la
soledad y la vulnerabilidad compartían les había conectado. Se habían
encontrado en un cruce de caminos a ninguna parte, y, quizás por eso, se
sintieron desde el principio con derecho a penetrar en la más profunda
intimidad del otro.
Él sentía que podía decir lo que
quisiera, confesarle todos sus secretos, todos sus pecados., preguntarla
cualquier cosa. Ella todo lo aceptaba como parte de lo que él era, y él le
pagaba con la misma moneda. La libertad dialéctica era el mejor regalo que dos
náufragos podían hacerse.
Él dio una calada, pensativo: aunque
pareciese una locura, ella era la persona que mejor le conocía.
Ella
no paraba de sonreir, disfrutaba imaginando al humo convertido en un agujero
negro y engulléndolo todo… De pronto, tuvo una visión.
-¿Qué haces? –dijo él, extrañado-.
Ella se había puesto de pie y manipulaba suavemente la nube de humo con el dedo
índice de su mano izquierda.
-Dibujo tu alma –dijo ella sin apenas
inmutarse. Estaba cada vez más concentrada en moldear el humo con el poder de
su afilado dedo.
-Y supongo que las almas tienen
forma de cara… Dijo él adivinando el esbozo de una boca en medio del delirio.
- ¡Por supuesto! Si no, cómo iba
a ser eterna.
Él se rió y trató de abrazarla,
pero ella lo apartó bruscamente.
- Sigue fumando, por Dios, ya
casi lo tengo…
Comenzó a bailar tímidamente
mientras seguía dibujando con su dedo. A él su dedo le parecía una varita
mágica. Rió tumbado en el suelo, con los brazos en cruz. Rendido. No recordaba
haber sido nunca tan feliz. Dio una gran calada que le inundó los pulmones,
pero logró reunir la energía suficiente para escupir humo con la potencia de un
dragón.
- ¿Y estás segura de que mi alma
es tan gris?
- Eso lo dices tú. Yo no la veo
gris…
- Mmm… Yo tampoco… Quizás hemos
fumado demasiado.
- Las almas son violetas. Y
huelen como violetas… Si no, no podrían ser eternas.
- ¿Y cómo te gustaría que fuera
mi alma?
-A mí me gustan las cosas
exactamente como son.
El chico soñaba mientras la
observaba bailar tan concentrada. A lo mejor un día ella reunía la osadía suficiente para intentar dibujar su
alma sin necesidad del humo. Y a lo mejor un día él reunía el valor suficiente
para imaginar su alma entre sus dedos sin necesidad de estar fumado.
De pronto, ella se paró y le miró
muy seria, como si necesitara averiguar un dato de suma importancia para
finalizar su obra magna.
-¿Cuántos años tienes?
Él soltó una carcajada.
-¿Eso importa?
-Sí
Él sonrió con picardía…
-Así que las almas violetas y de eterna
mirada cambian con la edad…
Ella asintió lentamente pero con
gran convicción.
-Y tú, ¿cómo te llamas? Tengo que
saber cómo se llama la pintora de mi alma.
Ella se abalanzó sobre él usando
el dedo índice como arma blanca, y ambos se revolcaron en el suelo, desnudándose,
una vez más, de preguntas y respuestas. Dejando que sus almas se fundieran con
el humo y se desvanecieran lentamente con él. Dejando que la oscuridad los
envolviese, soñándose engullidos por aquel agujero negro. Desnudos y
desalmados. Unidos y encendidos. Esa era la única manera que él había
encontrado de parar el tiempo.
[Nota: Dale al play para completar la experiencia...]
Fotografía de JTL Photography