Por fin quietas, las maletas. Grita emocionada, la
puerta. Comienza a girar, la
ruleta. Ella se asoma, la emoción aprieta. Arpegios, notas descontroladas en el
aire sobornan mi boca. Su blusa se desabrocha sola. Llueve afuera. Gotas y más
gotas. Ella llora suave, suspira, pero ninguna palabra brota. Todas las mías
nacen desechas o rotas. Relámpagos nacen y mueren en la tormenta. Miro a un lado, al otro. Todo es nuevo, todo es viejo.
Descubro que la quiero. Que la quiero más cuando estoy solo. Pero a ella no le importa.
Ya sin ropa, ella para. Me abraza y susurra: “¿por qué volviste?” Vuelvo la
cara. Las maletas siguen quietas.
La incesante búsqueda. La dura travesía. La ansiedad de no encontrar. Las heridas provocadas con palabras que con palabras se curan. El gran objetivo. La fe y la mentira, como aliadas en el camino. El inconformismo y su eterna sed, la semilla del progreso. El salto sin red. Nos desvivimos por encontrar agua en Marte, y no vemos el agua de Plutón. Quizás de ella esté hecha la tinta con la que dibujamos nuestros pensamientos.
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